sábado, 21 de mayo de 2016

Presente (XI) „Love & Theft“ [Regalo de cumpleaños]










      Aquel día lluvioso de julio del 67 en el que Dylan quiso conocer mi historia, yo también le hice un regalo: la imagen del Cristo con la inscripción en la cruz que decidió llevarse de mi caravana. Ahora, casi cinco décadas después, quisiera hacerle otro por su 75 cumpleaños. Para ello, debería regresar a aquel verano, y además ser capaz de empaquetar bien esta confidencia en papel de regalo. No va a ser fácil, pero tengo que intentarlo.
 
      Dylan me había invitado a volver a bajar al sótano aquella misma tarde llevando esa guitarra que tanto le había gustado, esta misma Ibanez que ahora me mira muda desde un soporte. La estuve tocando hasta que escampó, convirtiendo la lluvia en una pueril coartada. Luego crucé el jardín y apagué en un charco mi último cigarro.

      La puerta de Big Pink estaba abierta, como casi todas las tardes, y recuerdo haberla cruzado con la sensación de atravesar un puente colgante. En el salón, una lámpara de pie cubría de reflejos anaranjados un fárrago de tazas usadas, periódicos, sombreros, botellas y varios instrumentos. Bajé despacio las escaleras del sótano, procurando no hacer ruido. Llevaba la guitarra colgada y fue ella la que, golpeando levemente el pasamanos, anunció mi presencia. Ellos dejaron de tocar. Yo me quedé inmóvil.

      - ¡Hola, Nar! ¡Baja, no te quedes ahí! – Rick fue el primero en saludarme, con voz sonriente y un vaso pequeño alzado en su mano izquierda.
      - Bueno, de nuevo esa Ibanez entre nosotros... – fue el burlesco saludo de Dylan-. Siéntate por ahí, ¿vale?

      Con un displicente movimiento de cabeza, Robbie señaló una silla situada cerca del órgano. Le di la vuelta y me senté, parapetándome tras la guitarra sostenida ante el respaldo. Garth me dedicó su bienvenida minimalista: una ráfaga de tonos ascendentes sobre el teclado.

      - ¡Venga, seguimos probándola ahora en SOL! – ordenó Dylan mientras terminaba de afinar su acústica de doce cuerdas. Richard apuró su taza y me dirigió un guiño cómplice desde el piano.


      Lo que escuché aquella tarde fue la génesis de una canción entre lo espectral y lo sublime. Las palabras evocaban una inconcreta esperanza de liberación y las sucesivas versiones ensayadas en diferentes acordes iban consiguiendo aumentar la intensidad emocional hasta un límite casi doloroso. Recuerdo haber escuchado aquel sonido como desde dentro de mi propio cuerpo.

. . .  I see my light come shining  . . .

      Esa música tenía algo de fenómeno planetario, la potencia de un enigma sugerido por la visión de una estrella cuyo movimiento contraviene las leyes de la astronomía. Ellos la iban explorando en diferentes variaciones ajenos por completo a mi estupor, mis manos aferradas a la guitarra como a un salvavidas mientras Dylan proponía versos poco a poco más diáfanos, más desnudos, cada vez más cercanos a una respiración octosilábica a la que mi aliento se fue asimilando como en una especie de trance.
  
      No podría decir cuánto tiempo pasamos en aquel territorio sideral, pero cuando Garth se levantó para cerrar una de las ventanas de pronto me di cuenta de que ya había anochecido por completo. Ellos seguían ensimismados en su expedición entre palabras y armonías, pero yo comenzaba a sentirme como de más, como si estuviera usurpando un palco ajeno en una función de magia. Aproveché una de sus breves pausas para tocar un par de acordes con mi Ibanez, y al terminar me puse en pie. Dylan me miró por un momento ladeando la cabeza y Rick levantó el pulgar sonriéndome. Antes de que ninguno de ellos pudiera decir nada, les di las gracias atropelladamente y me marché del sótano subiendo de dos en dos las escaleras en dirección a la luz anaranjada que seguía luciendo en el salón.

      Allí me quedé un rato contemplando aquel paisaje de objetos. A través del ventanal abierto hacia el bosque, una luna amarilla iluminaba la mesa sobre la que la Olivetti de Dylan sobresalía entre un montón de hojas sueltas, revistas, ceniceros medio llenos y vasos con restos ocres. Un pisapapeles ambarino recopilaba una serie de bocetos hechos a lápiz en distintos formatos. Sobre ellos, renonocí con sorpresa una imagen: la del Cristo con la inscripción en la cruz que le había regalado esa misma mañana. A su lado había una carpeta con papeles de desigual tamaño, notas manuscritas con tintas de diferentes colores, frases a máquina con correciones, tachaduras y pequeños dibujos en los márgenes... Aquellas páginas contenían borradores alternativos de los versos diáfanos que yo acababa de escuchar puestos en música en el sótano. Con los ojos cerrados y la respiración entrecortada elegí una. Con ella en la mano salí a la noche. Todo temblaba. La luna se iba ocultando tras las montañas, oscureciendo el bosque.


      Fundido en negro y elipsis a presente: mi mano sujetando ahora ese fragmento en papel de un prodigio, una noche de mayo de 2016, mientras voy escribiendo estas líneas que empecé camuflando de confidencia. Quizá sea ésa la única cobardía, el resto es correlato objetivo.

      Esta página que he guardado conmigo durante casi cincuenta años era lo único tangible que me sería dado conservar de aquella noche en la que asistí a los primeros ensayos de I Shall Be Released. Estas líneas mecanografiadas eran, además, el germen de una canción perfecta, un himno mágico más allá de lo solemne y de lo unívoco. Lo intuí aquella noche del verano del 67, cuando este papel no era más que uno entre muchos sobre una mesa repleta iluminada por una luna amarilla.

      Yo lo intuí entonces, y ahora que ya lo sabemos con total certeza éste es el regalo que quiero hacerle a Dylan al cumplir 75: una especie de restitución o, quizá mejor, un “Love & Theft” retrospectivo.


¡  F e l i z    c u m p l e a ñ o s  !